Bruno Walter, batuta contra la rutina
17 de febrero de 2012Bruno Walter detestaba la rutina. Decía que, por mucho que hubiera interpretado una música, había que tocarla siempre como si se tratara de la primera vez. Consecuentemente, el nervio de su batuta está presente en las más brillantes grabaciones de las que hoy día tenemos ocasión de disfrutar. No en vano firmó la que es probablemente la versión más rápida del célebre Adagietto de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler.
Hemos escuchado innumerables veces este movimiento mahleriano, en el olimpo de la cultura popular merced a Muerte en Venecia, la película de Visconti. Hay interpretaciones tan lentas, que diríase que el tempo queda suspendido. Bruno Walter, protegido, amigo, albacea de la memoria musical del compositor, dirige un Adagietto casi marcial, sin contemplaciones.
Vida azarosa
La vida de Bruno Walter también escapa a la rutina. Primero, huyó de Alemania. Después, de Austria. Y, finalmente, se marchó de Europa. Sus vicisitudes se deben tanto al hecho de haber nacido en el seno de una familia judía, como al de estar en posesión de un portentoso talento para la música. Y, por supuesto, a un encuentro que marcaría su vida artística: Gustav Mahler, a quien dedicó un libro. Pero son sus propias memorias, Tema con variaciones, las que nos ofrecen una idea más ajustada del Mahler músico y persona.
Nacido en Berlín, Bruno Walter quiso ser concertista de piano, pero, tras escuchar dirigir a Hans von Bülow, el que un día fuera yerno de Franz Liszt, decidió que su vocación era dirigir. Pasó primero por un puesto como repertorista en Colonia y después por Hamburgo, donde conoció a Mahler. Este le consiguió trabajo en Breslau en 1896, pero el joven Bruno hubo de cambiar su apellido familiar, Schlesinger, demasiado común en la región, por el de Walter. Su carrera se disparó a partir de entonces.
Tras conocer a la que sería su esposa, la soprano Elsa Korneck, Walter aceptó ser asistente de Mahler en la Ópera de Viena, con la que mantendría una fructífera relación. Tras la muerte del compositor en 1911, estrenó algunas partituras que Mahler nunca llegó a escuchar: la Novena Sinfonía y La canción de la tierra. De esta etapa data su nacionalización como austríaco.
A Alemania volvió para ocuparse de la Ópera Bávara, donde estrenó obras de Korngold y Pfitzner. Dirigió las más prestigiosas orquestas europeas en ciudades como Berlín, Londres y Leipzig. Incluso estrenó su propia música, densa y corpulenta, heredera directa del Romanticismo germano del XIX.
Ciudadano estadounidense
En 1933, los nazis llegaron al poder. Walter se instaló en Austria y comenzó a cruzar el Atlántico cada vez con mayor frecuencia. Tras la Anexión, Francia le ofreció la ciudadanía francesa, pero se embarcó hacia EE. UU. en 1939, país del que haría su patria. Allí llevó una intensa vida musical en la que no faltaron estrenos de compositores estadounidenses y proyectos como la interpretación íntegra de la Pasión según San Mateo, de Bach, de la que en aquella época solían tocarse solo fragmentos aislados. Cultivó sobre todo el repertorio austro-germano y, entre su discografía, destaca su versión de La canción de la tierra, de Mahler, junto a su adorada cantante Kathleen Ferrier.
Entre sus amistades, destaca la de Thomas Mann y Arnold Schönberg, aunque Walter no era partidario ni de la atonalidad ni del dodecafonismo del compositor vienés. Al parecer, también odiaba el jazz. Director sobresaliente en una época de grandes batutas, sus formas no eran dictatoriales, al contrario que las de muchos colegas de su tiempo. Grabaciones, entre otras, junto a la Filarmónica de Nueva York de los ciclos sinfónicos de Beethoven y Brahms, nos muestran al Bruno Walter enérgico y dinámico, el partidario de dar a la música una nueva vida en cada interpretación, el enemigo de la rutina.
Autora: María Santacecilia
Editor: Pablo Kummetz