10 años de guerra: los sirios merecen justicia
15 de marzo de 2021En 2020, cuando las ceremonias aún eran posibles, y los cineastas y las estrellas podían reunirse en los Premios Óscar en Los Ángeles, muchos sirios tuvieron motivos para la alegría. Dos cintas de Siria habían sido nominadas al mejor documental: The Cave (La Cueva), sobre un hospital subterráneo en Ghouta oriental, dirigido por un equipo de doctoras que trataron a las víctimas de los ataques aéreos del Gobierno sobre ese suburbio de la capital, Damasco; y For Sama (Para Sama), dirigida y rodada durante cinco años en la ciudad asediada de Alepo, por los cineastas Waad al-Kateab y Edward Watts, ganadores del Emmy.
Al-Kateab, que apareció en la alfombra roja con su hija Sama, a quien está dedicada la película, fue noticia por el vestido que llevaba inscrito en árabe: "Nos atrevimos a soñar, y no nos arrepentiremos de la dignidad". La frase se convertiría en un mantra para los sirios que celebran el décimo aniversario de su revolución contra una de las dictaduras más brutales de nuestro tiempo. Viendo esto y recordando las inquietantes imágenes de los últimos 10 años, me pregunto: ¿Realmente, no nos arrepentimos?
El verano de 2011 estaba lleno de esperanza. La Primavera Árabe parecía estar dando sus frutos. Los regímenes autoritarios de décadas se derrumbaban bajo la presión de las manifestaciones pacíficas en las calles y en las redes sociales. El movimiento inspiró a los alumnos de la ciudad de Daraa, en el sur de Siria, que escribieron en un muro de su escuela: "Es tu turno, doctor", en referencia al oftalmólogo Bashar al-Assad, que había heredado la presidencia de Siria de su padre, Hafiz. Como era de esperar, los alumnos de Daraa fueron detenidos y torturados, y pronto se extendió una ola de protestas por todo el país e incluso entre los sirios que vivían en la diáspora.
Los manifestantes por la libertad del verano de 2011 solían llevar flores en las manos mientras cantaban por la libertad y la dignidad. Era un movimiento que iba más allá de la política. Abordó cuestiones sociales e inspiró nuevas formas de arte y muchas historias de amor. Tenía la visión de la aceptación y la inclusión para todos. Fue una especie de verano del amor sirio.
Mi hijo es un producto de este verano de amor sirio. Cuando nació, la maternidad no sólo me hizo despedirme de mis veintitantos años, sino que también logró distraerme de la devastación que había empezado a tomar dimensiones que estaban más allá de mi capacidad de comprensión. Las atrocidades a las que eran sometidos los civiles sirios habían evolucionado desde el fuego contra manifestantes pacíficos, al ataque a reuniones públicas con bombas de barril y misiles Scud. Y, finalmente, se había llegado al despliegue de armas químicas contra todo un suburbio, dejando más de 1.300 civiles muertos. Los pacíficos manifestantes por la libertad de 2011 disminuyeron.
Muchos sirios tuvieron que elegir entre rendirse al antiguo régimen o unirse a los grupos rebeldes militantes que siguieron girando hacia el fundamentalismo islamista, hasta que un conjunto amorfo de milicias salafistas se convirtió en la imagen de la oposición ante la comunidad internacional.
Hacer que Assad rinda cuentas
Mientras yo estaba ocupada cuidando de mi hijo y siguiendo mi carrera en Berlín, los años siguieron pasando y el sufrimiento creciendo, incluso para aquellos sirios que habían logrado escapar del infierno a uno de los países vecinos. Se encontraron ante una vida vacía que se convirtió en un día a día para sobrevivir, en ausencia de cualquier tipo de seguridad social para quienes no ostentan la ciudadanía de sus países de acogida. Algunos se volvieron locos, otros abandonaron nuestro mundo en silencio o fueron tragados por el Mediterráneo, y algunos consiguieron llegar a Europa o Norteamérica.
Entre estos últimos, algunos han decidido continuar la lucha contra el régimen autoritario de Damasco, enjuiciando a Assad y a sus familiares y asociados, y haciéndoles rendir cuentas por los crímenes que cometieron.
Me cuento entre esos sirios afortunados que han podido tener una vida lejos de la guerra. Y aun así, me atormentan los acontecimientos de los últimos 10 años. Diez años después del nacimiento del sueño utópico de la libertad y la dignidad, las noticias de y sobre Siria no pueden ser más surrealistas:
Un grupo de desplazados sirios funda un equipo de fútbol para amputados que perdieron trozos de su cuerpo en la guerra. Algunos refugiados sirios demuestran una extraordinaria habilidad para remendar y reconstruir sus tiendas por sí mismos después de cada tormenta. El presidente sirio sugiere a las cadenas de televisión que cancelen cualquier programa de cocina para no ofender a la audiencia, que apenas puede comprar pan.
Sentada en mi seguro hogar de Berlín y leyendo sobre todo esto y sobre las madres sirias que se mueren de hambre para dar de comer a sus hijos hambrientos, no sé si tengo derecho a arrepentirme de algo o no. ¿Fue acaso la inscripción en el vestido de Waad al-Kateab en los Óscar algo como el atribuido consejo de María Antonieta a su pueblo sin pan: "que coman pasteles"?
No lo sé. Lo que sé es que Siria es una ruina, y que no hay vuelta atrás al 2011. Pero, hay una salida a través de la reconciliación. Solo la justicia transicional puede ayudar a los sirios a reconciliarse entre sí y con los últimos 10 años, en su camino hacia la recuperación. Los esfuerzos de los sirios en Europa y Norteamérica para que Assad, su familia y su estrecha red de asociados rindan cuentas de sus crímenes son los primeros pasos.
(gg)