La tradición del discurso de despedida se remonta al primer presidente estadounidense, George Washington. Tiene dos objetivos. Por un lado, repasar los logros conseguidos y, por el otro, mirar hacia el futuro, hacia los retos que el país y el nuevo presidente deben enfrentar. Los discursos de despedida de la mayoría de los presidentes no han pasado a los libros de historia. Suelen contener fórmulas de autoalabanza y una última defensa de por qué durante el mandato se tomaron determinadas decisiones y no otras.
El discurso del presidente Dwight Eisenhower fue una excepción, ya que advirtió del peligro del creciente poder del "complejo militar-industrial”. El emocional discurso de Obama también lo ha sido. Para sorpresa de muchos, sus palabras fueron muy optimistas. Ello resultó inesperado, porque, en muchos terrenos políticos, el presidente saliente no puede tener una opinión más distinta que la de su sucesor, Donald Trump, quien ya ha anunciado que quiere echar para atrás muchas de las cosas conseguidas en los últimos ocho años. ¡Qué tragedia!: el legado político de Obama depende, en parte, de aquello que Trump desee conservar.
Un presidente sin escándalos, algo en lo que aventaja a su sucesor
Obama lo intuye, pero no permite que su confianza se resquebraje. Su fe en los estadounidenses, en sus valores y en la Constitución del país parece intacta. "La democracia del país se verá amenazada cuando los americanos la den por hecha”, dijo en Chicago, la ciudad en la que comenzó la carrera política que al final lo condujo hasta la Casa Blanca. Aquel joven senador llamó a sus compatriotas a implicarse social y políticamente, a no caer en el cinismo y a no perder la esperanza tras las derrotas.
Habló como un hombre de Estado íntegro, que irradia dignidad, cuya presidencia no conoció ni el atisbo de un escándalo. Qué contraste con Trump, quien, ya antes de tomar posesión del cargo, suscita titulares con sus vergonzosas ocurrencias, sus exabruptos y sus líos. Mientras Obama apelaba en Chicago a los ideales de sus compatriotas, los servicios secretos americanos informaban a la elite política de Washington de que era muy posible que la inteligencia rusa tenga en su poder material comprometedor sobre Trump. ¡Qué simbólico! La diferencia entre uno y otro no puede ser más brutal.
Obama puede estar orgulloso
Admitido: Obama es presumido. En su discurso de despedida enumeró los logros de su presidencia: salvar la economía en 2009, reducir el desempleo, el plan de salud Obamacare, el castigo a Bin Laden, la nueva política climática, el acuerdo nuclear con Irán y el reinicio de las relaciones con Cuba. ¿Por qué no habría de mencionarlo? Sobre todo porque los republicanos hicieron todo lo posible para complicarle la vida. EE.UU. está hoy mejor que hace ocho años. Obama tiene razones para enorgullecerse por los logros.
Las expectativas suscitadas por este presidente fueron, desde el principio, poco realistas. La brecha entre ricos y pobres aún es profunda. Los problemas de racismo no se han desvanecido solo porque un afroamericano fue elegido para ocupar la Casa Blanca. Obama nunca quiso que su presidencia estuviera marcada por su color de piel. "Los cambios necesitan tiempo”, dijo Obama, que en muchas partes de su discurso sonó como en los primeros años de su presidencia. Como alguien a quien le importan la formación y las oportunidades de ascenso para los pobres y los migrantes, así como un seguro médico para todos y la igualdad de derechos para las minorías.
Obama sigue todavía en el cargo. Y, sin embargo, muchos estadounidenses ya lo echan de menos.