Opinión: 1967, la guerra que nunca terminó
5 de junio de 2017De cara a los sucesos que condujeron a la Guerra de los Seis Días, Israel no tenía muchas opciones: Egipto había bloqueado los estrechos de Tirán, una movida descrita como casus belli. Las tropas egipcias se encaminaron hacia el Sinaí cruzando el canal de Suez y la reacción de Israel acentuó sus tensiones con Siria por el control de las fuentes de agua. Todo esto llevó a que Israel atacara a Egipto el 5 de junio de 1967.
El primer ministro israelí Levi Eshkol no quería ser el primero en atacar porque la comunidad internacional –empezando por Estados Unidos– había dejado claro que quien comenzara a disparar debía asumir responsabilidad por las consecuencias. Pero la cúpula militar israelí protestó, arguyendo que la victoria sólo sería posible si Israel empezaba la confrontación.
"Si nos obligaran a entrar en una posición defensiva perderíamos la única ventaja que tenemos, que es la iniciación y la determinación de los hechos en el terreno”, dijo entonces Moshe Dayan, miembro del Knéset, poco antes de ser nombrado ministro de la Defensa. "Sólo si atacamos primero tendremos la oportunidad de conseguir algo”, acotó, según los protocolos recién desclasificados de aquellas reuniones gubernamentales confidenciales.
A juzgar por las inmensas conquistas alcanzadas por Israel y la demoledora derrota sufrida por la fuerza aérea egipcia, hay que admitir que Dayan tenía razón militarmente. Pero, en términos políticos, El fracaso de Israel fue enorme. Puede que el combate en cuestión sólo haya durado seis días en el papel; pero, en realidad, su séptimo día ha durado cincuenta años. La ocupación, la anexión y el control de algunos de los sitios sagrados más importantes intensificaron el conflicto y cambiaron radicalmente la percepción que el mundo tenía de Israel: de ser visto como David pasó a ser visto como Goliath.
Euforia absoluta
Del lado israelí, el estado de ánimo previo a la guerra era muy pesimista. "La gente mayor de cincuenta o sesenta años sentía como si el Holocausto los estuviera persiguiendo”, comentaba Yaron London, entonces un joven reportero de radio israelí, en entrevista con un medio local. "Ellos sentían como si ese proyecto llamado Israel estuviera por desmoronarse, y esta vez para siempre”, agregaba.
La dirigencia política daba la impresión de ser débil, mientras que la élite militar presionaba para que se atacara inmediatamente. Los comandantes de más alto rango llegaron al punto de acusar a Eshkol de implorar por la aprobación de las superpotencias. Bajo una presión pública extrema y tras recibir el visto bueno de Estados Unidos, la guerra comenzó.
Desde el primer día estuvo claro que Israel tenía las de ganar. Pero lo que empezó siendo percibido como un "mal necesario” terminó desatando la euforia de los israelíes cuando sus soldados conquistaron Cisjordania, la península del Sinaí, Jerusalén Oriental y los Altos del Golán.
"Nos vamos a convertir en un gueto”
Sólo un puñado de ministros y activistas advirtieron que los árabes no se resignarían. El propio Eshkol manifestó su preocupación, alegando que "una victoria militar no pondrá fin al asunto”. El ministro de Educación, Zalman Aran, preguntó: "Si conquistamos Jerusalén, ¿cuándo la devolveremos y a quién?”, agregando que Israel "se asfixiará” en Cisjordania.
Cuando Dayan sugirió auspiciar un régimen palestino que se autogobernara "bajo control militar israelí”, el ministro de Justicia, Shimshon Shapira, respondió: "En tiempos de descolonización global, ¿quién aceptará esa movida? Dejamos atrás el proyecto sionista. Nos vamos a convertir en un gueto”.
Las palabras de Shapira cayeron en oídos sordos. Las conquistas estaban basadas en una intuición visceral y no es una visión diplomática. De hecho, algunos meses antes de la guerra, un documento oficial concluyó que anexar Cisjordania al territorio israelí sería una idea terrible.
Mientras los historiadores todavía debaten si Israel aprovechó la guerra para conquistar territorios ajenos o si lo planeó al detalle con antelación, una cosa está clara: los líderes de Israel fueron ingenuos, en el mejor de los casos, o presa de un delirio.
Una encrucijada de cincuenta años
Israel está lejos de ser el único actor en esta puesta en escena, pero, por otro lado, ya dejó de estar en riesgo de extinción. Tiene un Ejército muy poderoso y es capaz de responder a amenazas terroristas; no sin víctimas, pero sí sin temer por su futuro. En todo caso, Israel está en una encrucijada que ya dura medio siglo. La "situación temporal” que siguió a la guerra dura hasta el día de hoy, más tiempo del que debería.
Hace apenas una semana, Israel recibió una oferta del waqf de Jerusalén –el guardián musulmán del Monte del Templo– que podría contribuir a reducir las tensiones en torno a ese sitio sagrado y a retornar al status quo. Pero expertos dan por sentado que Israel la rechazará bajo el argumento de que no tiene razón aparente para hacer compromiso alguno.
No obstante, está claro que ningún pacto político futuro será alcanzado sin un compromiso en torno a Jerusalén. E Israel lo sabe. Es más, casi nadie había pensado en anexar el este de Jerusalén hace cincuenta años. Y aquellos que soñaban con esa anexión eran tenidos por fanáticos. Por eso es tan exasperante que, hoy día, hasta la más pequeña concesión en torno a Jerusalén sea rechazada categóricamente.
Mientras Israel no llegue a un acuerdo con los palestinos, la Guerra de los Seis Días no terminará. Israel tiene pactos de paz fríos pero estables con Egipto y Jordania. Ya es hora de que tome medidas más valientes.
Israel debería impulsar las negociaciones de paz en lugar de cruzarse de brazos. Tanto más cuando una oferta como la del waqf de Jerusalén es puesta sobre la mesa. Israel debería invertir todo lo que está en su poder para concretar esa oferta. No sólo en nombre de millones de palestinos, sino también –y quizás principalmente– en nombre de la tambaleante democracia israelí.
Dana Regev, periodista israelí residenciada en Alemania