Opinión - México: protestas sin objetivo
26 de enero de 2015
La masacre de Iguala debió ser el comienzo de un cambio real. En primer lugar, se demostró con claridad que la policía trabajaba de la mano con los carteles de la droga y que participó en hechos de violencia, tal como denunció el máximo organismo de investigación criminal en México. La indignación generada por el hecho de que un alcalde, con la ayuda de sus unidades policiales, sencillamente hiciera desaparecer a un grupo de molestos manifestantes, dio la oportunidad a un levantamiento de la sociedad civil. Un levantamiento pacífico por el Estado de derecho, contra la corrupción y la impunidad en un país que, tras varios años de lucha contra la droga, está sometido al miedo y la violencia en muchas regiones.
De seguro, un movimiento de este tipo habría tenido la simpatía y el apoyo internacional. Un compromiso real de la sociedad civil, con acciones y demandas concretas, podría haber sido, como en Colombia, el comienzo del fin del desamparo. Para romper el cerco de la corrupción se necesita no solo del poder del Estado, sino también de una opinión pública madura y una sociedad civil que ofrezca respaldo y protección a las personas e instituciones que se levantan contra la infiltración de los carteles. Un movimiento político que formule alternativas, quizás otra política contra las drogas, un código de honor para los políticos, un trabajo conjunto a nivel internacional más fuerte… ideas y ejemplos hay suficientes.
¿Pero qué se puede esperar de una protesta cuyas exigencias se mueven desde hace meses en el campo de lo irracional? El retorno con vida de los estudiantes desaparecidos es un deseo comprensible si viene de los familiares de los jóvenes. Como propuesta política, no. Tampoco como motivo plausible para allanar una y otra vez edificios de instituciones estatales. Mucho menos como excusa para acciones violentas.
Así se ha instrumentalizado y desvalorizado el dolor y la tristeza de las familias. Estas no quieren dejarse avasallar, pero las fotografías de sus muchachos desaparecidos se han convertido, hace rato, en símbolos de la rabia contra algo tan general y difuso como el Estado y todas sus instituciones, incluido el presidente mismo. Tan entendible es la rabia y la desconfianza en este país, como paradójicas resultan las consecuencias: políticamente solo obtiene beneficios la oposición en México, liderada por el partido al que pertenece el alcalde de Iguala responsable de los hechos y al que los manifestantes califican de corrupto, como a todos los demás.
Las consecuencias son negativas incluso para el movimiento mismo: el que sus acciones busquen socavar toda autoridad estatal y no sigan para ello ninguna lógica, hace al movimiento vulnerable y le resta simpatías. ¿Quién querría apoyar una protesta que implica atacar edificios, evitar con actos de violencia que los funcionarios puedan trabajar, bloquear calles, interrumpir exámenes de estudiantes y evitar las elecciones democráticas? Poner fin a la corrupción y la impunidad en México parece algo totalmente fuera de los objetivos del movimiento.
El malestar no es eterno y las protestas se convierten en un ritual cuando no tienen ningún objetivo. Un movimiento que no ofrece nada a México más que anarquía, no puede esperar un amplio apoyo ni nacional ni internacional.