Opinión: La vida después de las elecciones en EE. UU.
8 de noviembre de 2016La competencia forma parte de la democracia estadounidense tanto como la bandera es inseparable del patriotismo de ese país. En la historia política de Estados Unidos, la lucha entre los candidatos a la presidencia siempre ha sido intensa; el poder se disputa a través del juego limpio y, entre tanto, también a través del sucio. En cuanto se produce la decisión sobre el ganador de la contienda, ocurre la reconciliación. Demócratas y republicanos se vuelven, de nuevo, estadounidenses.
Este momento, tan importante para el bien de la democracia, no se producirá luego de esta elección, independientemente de quién llegue al final a la Casa Blanca. La campaña electoral fue demasiado sucia, y los ataques mutuos, sumamente violentos, personales e hirientes. Compitieron no enemigos políticos, sino gladiadores que se revelaron como enemigos a muerte; no competidores que se trataran con un mínimo respeto, sino rivales que mutuamente se reprocharon solo lo peor.
De la diversión al estupor
Es verdad: para muchos estadounidenses, la campaña electoral supone algún grado de entretenimiento. Pero mientras más dure esta escenificación, menos divertida es. Los electores a menudo no eligen a un candidato, sino a aquel que percibe como "el mal menor”.
La manera como se ha luchado por el poder en esta campaña ha dañado a la democracia estadounidense. Ha salido mermada la dignidad de la función pública. La confianza de los estadounidenses en sus instituciones –el Parlamento, el gobierno, el FBI- se seguirá hundiendo. Y esto hará aún más difícil la tarea de gobernar. Es una perspectiva sombría.
A diferencia de lo que suponen los ideólogos del Tea Party, llegar a acuerdos de ninguna manera es algo malo. Los acuerdos pueden ser vistos como éxitos a medias, pero no dejan de ser éxitos. Cada democracia vive de este "arte de lo posible”. Los electores estadounidenses no esperan realmente que sus representantes en Washington hagan milagros, sino que de cuando en cuando hagan su trabajo: gobernar, poner en primer plano los intereses de los ciudadanos, y para ello, ponerse de acuerdo entre sí. Durante años, las elites políticas en Washington han ignorado estos preceptos; han estado muy ocupados en jueguitos de poder en torno a sí mismos.
Clinton y Trump ofenden
Es irresponsable hablar anticipadamente de fraude electoral, como lo ha hecho Donald Trump al afirmar que solo reconocerá el resultado si le favorece. Y es triste la manera como Hillary Clinton desprecia a quienes, por una razón u otra, simpatizan con el otro candidato. Debería ella preguntarse en cambio qué lleva al minero de Kentucky o al mecánico de autos en Ohio a preferir a Trump. ¿Qué ha hecho el establishment de Washington, al cual pertenece la familia Clinton, para haber llegado a este punto?
Pero en la campaña no hubo sitio para la autocrítica. Hasta el último segundo, ambas partes se concentraron en movilizar a sus seguidores. Si uno ha de creer en las encuestas, Clinton llega al día electoral con una magra ventaja. Es posible que se produzca una sorpresa.
Cuando a partir de mañana callen los toscos estentores de la campaña, y cuando se disipe el humo en el campo de batalla, comenzará una nueva era en Estados Unidos. La elite política del país debe aprovechar la oportunidad para meditar. Y quizá, para recordar que el poder no es un fin en sí mismo. El poder debe servir al bien común, en absoluta humildad frente a su gran soberano: el pueblo.
Autor: Miodrag Soric