Con pocos días de diferencia, dos noticias mostraron el lado más esperanzador y el más decepcionante de la Organización de Naciones Unidas (ONU). El Consejo de Seguridad de ese organismo internacional aprobó a inicios de octubre el envío a Haití de más de mil policías, bajo la dirección de Kenia. El arribo de esos uniformados busca frenar la espiral de inseguridad y violencia en que se ha sumido el país caribeño. Muchos haitianos ponen sus ilusiones en que la misión haga perder terreno a las pandillas armadas que controlan amplios territorios aunque la sombra de la duda ya planea sobre la eficacia e integridad moral de los policías kenianos.
Más allá de la polémica alrededor de la misión en Haití, parece haber un consenso sobre la urgencia de tomar acciones. Sin embargo, esa misma ONU que alimenta las expectativas de mejoría en más de 11 millones de personas, ha vuelto a decepcionar este mes a otra parte de los habitantes del planeta tras los resultados de las votaciones para integrar su Consejo de Derechos Humanos. La presencia entre sus miembros de regímenes abiertamente depredadores de las libertades políticas y ciudadanas, como es el caso de China y Cuba,es un jarro de agua fría arrojado al rostro de activistas, defensores de DD. HH. y organizaciones que han reportado los excesos represivos cometidos en ambos países.
Lobbies autoritarios
La ONU que siembra la confianza en que los organismos internacionales pueden salvar vidas y encauzar naciones al borde de la desintegración social, se erige como su propia némesis al dejar la impresión de ser más un cónclave en el que los oscuros intereses y los lobbies autoritarios campean a sus anchas. En sus amplios salones, tanto Pekín como La Habana muestran una gran habilidad para mover los hilos del chantaje económico y diplomático a su conveniencia. Si uno lo hace, mayoritariamente, a partir de presiones económicas -posibles gracias a la extensa red de inversiones de China en varios continentes- la otra utiliza sus misiones médicas y la camaradería ideológica para granjearse apoyos.
Como granos de arena que caen dentro de un reloj, cada segundo -en algún lugar de este mundo- un individuo pierde la fe en lo que puede hacer Naciones Unidas por mejorar su vida y la de los suyos. No hay retorno de esa desconfianza. Quienes ya no creen en la ONU es muy poco probable que vuelvan a hacerlo. Pero no se puede culpar a nadie de tanta suspicacia y rechazo hacia una entidad atenazada por la burocracia, torpe ante los retos que imponen los tiempos que vivimos y permeada por rivalidades y alianzas más centradas en el enfrentamiento entre bloques políticos que en la búsqueda del bienestar de la ciudadanía.
Con dos conflictos bélicos actualmente en desarrollo, la ONU ni siquiera ha podido cumplir con el sueño de sus fundadores de prevenir nuevas guerras. ¿Ese fracaso en lo que es su principal razón de existir significa que es hora de crear un nuevo cónclave? Mejor no sacar conclusiones tan rápido. Las fuerzas para acabar con Naciones Unidas también se han intensificado en los últimos años y un escenario internacional sin esta organización beneficiaría aún más al autoritarismo y a los enfrentamientos armados. ¿Qué hacer entonces? Ampliar la labor del organismo en misiones de paz y labores humanitarias; frenar el avance en su interior de dictaduras y nepotismos. ¿Queda tiempo para lograrlo? Poco, muy poco.