México ‘68: "El salto al próximo siglo" cumple 50 años
18 de octubre de 2018Las condiciones eran óptimas en ese día de octubre en la Ciudad de México. Soleado, seco y con un ligero viento favorable que atravesaba el estadio olímpico. A la mayoría de los atletas les encantó la nueva pista de tartán. No más resbalones sobre las cenizas sueltas, picos más cortos en los zapatos para que, durante el salto, no se hundan mucho en la pista. Además, el fino aire de montaña a 2.240 metros sobre el nivel del mar. Mientras que los atletas de resistencia estaban jadeando por falta de oxígeno, la baja presión del oxígeno no fue un problema durante los seis segundos y 19 pasos necesarios para aterrizar en el arenero. Por el contrario, la baja resistencia del aire debió tener un efecto positivo en la velocidad de los atletas.
Pero, ¿de qué sirven las mejores condiciones externas sin un gran atleta con un óptimo día? El estadounidense Bob Beamon tuvo el suyo el 18 de octubre de 1968 en la final olímpica, exactamente a las 15:40 hora local, justo en el primer intento. Una salida intensa pero elegante, un poderoso salto que lo catapultó a la altura de la cabeza del árbitro y un aterrizaje algo flojo. "Aterricé en la rueda de la zanja y al principio me decepcioné porque mis nalgas tocaron la arena", recordó Beamon años más tarde. "No fue un salto perfecto", agregó.
Salto a otra dimensión
Los 65,000 espectadores en el estadio lo vieron de manera diferente: hubo un murmullo incrédulo en la audiencia, que tuvo que esperar 20 minutos hasta que se mostró la distancia en el marcador. "Hubo una pausa", dijo el entonces medallista de plata de la República Democrática Alemana (RDA), el berlinés Klaus Beer, recientemente al periódico Welt am Sonntag. No es de extrañar, el sistema electrónico de medición tenía un diseño de hasta 8.60 metros. Los jueces primero tenían que usar una cinta de acero y luego medir a mano. En total, fueron 8.90 metros. Bob Beamon había superado el rércord mundial en 55 centímetros.
Beamon, que entonces tenía 22 años, no estaba seguro de lo que había hecho: "Solo cuando Ralph Boston, compañero de equipo que tuvo el récord mundial con 8.35 metros, dijo que yo había saltado 8.90 metros, me desplomé”, dijo el nativo de Nueva York cinco décadas después al Welt am Sonntag. "No quería creerlo, pensaba que estaba soñando y que estaba en un mundo irreal". Pero el marcador electrónico no dejó ninguna duda: se podía leer el número de dorsal “254” y la longitud del salto “8.90”. Para la prestigiosa revista estadounidense Sports Illustrated, fue uno de los cinco momentos deportivos más importantes del siglo XX.
La carga del récord
"Fue una experiencia tremenda", dijo el competidor Klaus Beer, cuyos 8.19 metros también fueron dignos de todo honor. Pero tuvo que dejar el foco de atención al estadounidense, quien saltó de júbilo dentro del estadio después de que se anunció la distancia de su salto. Jesse Owens, cuatro veces campeón en los memorables juegos de verano en Berlín en 1936, poseedor del récord mundial de salto largo con 8.13 metros de 1935 a 1960, acuñó rápidamente el término “salto al próximo siglo”.
En las tablas de clasificación esto no se hizo realidad: en el Campeonato Mundial de 1991 en Tokio, su compatriota Mike Powell saltó cinco centímetros más que Beamon. Tal vez fue una especie de redención, porque dos años después de su récord describía Beamon, el joven sastre de profesión, la carga que recaía sobre sus hombros: “Es como si no pudiera respirar. El récord me va a acabar”. Owens ya había predicho esto en 1968: "Se necesita una gran capacidad de resistencia moral para soportar tal récord. La gente quiere mejorar".
Tres dígitos son suficientes
Beamon necesitó mucho tiempo para hacer frente a su popularidad y a la presión del récord mundial. Después de retirarse, fue jugador profesional de baloncesto por un periodo muy breve, primero con el equipo de la NBA Phoenix Suns y luego en el Harlem Globetrotters, obtuvo un título universitario en Psicología y a principios de la década de 1970 intentó, sin éxito, regresar al salto largo. Además, fue trabajador social y jefe de una cadena de discotecas y centros de entrenamiento. Después de muchos altibajos, regresó en 2004 al deporte de alto rendimiento, como asesor del equipo olímpico de Estados Unidos. Pero incluso eso fue de corta duración. Beamon trabajó como artista visual y director ejecutivo del Museo del Arte de los Olímpicos en Fort Myers, Florida.
Incluso en su vida privada no consiguió tener mucho éxito. Cuatro bodas hay en su haber, ahora tiene diabetes, a pesar de, como él dice, tener una vida activa. Difícil situación de un hombre cuya suerte le había caído del cielo hace 50 años en la Ciudad de México. Pero sin embargo, hoy todavía se las arregla para hacer feliz a la gente. A veces, tres dígitos con un punto intermedio son suficientes: “8.90”. Tres cifras, y todos saben de quién se está hablando. Ya no tiene que escribir su nombre detrás de él.
(em/jov)
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