Uno de los primeros recuerdos que conservo data de 1980, cuando todavía no había cumplido los cinco años. En la cuartería de La Habana, donde vivía, los gritos de varios vecinos captaron mi atención y me asomé al pasillo. Un grupo numeroso gritaba insultos contra un joven que había decidido emigrar a través del Puerto del Mariel y en mi memoria se grabó para siempre aquella explosión de palabrotas y rostros descompuestos.
Ahora estamos viviendo otra estampida, pero a diferencia de aquellos años, cuando el oso soviético enviaba cuantiosos recursos a Cuba, los piquetes oficiales no tienen huevos para lanzar contra las puertas de los que quieren escapar del país ni pintura para embadurnar con consignas sus muros. En lugar de eso, las autoridades parecen deseosas de que se alivie la presión de la olla social y se sumen nuevos emigrados a la lista de los que mandan remesas a la Isla.
En esta ocasión, en lugar de optar por abrir un embarcadero para todos aquellos que quisieran venir a buscar a su familia o por quitar el cierre a las fronteras para que miles de paupérrimas balsas crucen el Estrecho de la Florida, como ocurrió en 1994, al oficialismo se le ha ocurrido una fórmula que mata varios pájaros de un tiro. Gracias a la complicidad con su aliado político Daniel Ortega, se ha anunciado esta semana que los cubanos no necesitan visado para entrar a Nicaragua.
El país centroamericano se convierte así en la esperanza de todos aquellos que ya no aguantan más las estrecheces materiales y la falta de libertades. Pero Managua no es el destino final, solo un primer paso para emprender la ruta hacia la frontera sur de Estados Unidos. La Plaza de la Revolución bien sabe de estas expectativas y calcula que en unos meses miles de sus ciudadanos se agolparán en esos puntos fronterizos reclamando entrar.
Con la jugada que acaba de hacer, el régimen cubano se asegura de que Joe Biden tenga muy pronto un quebradero de cabeza y una gran discusión interna debido al aumento considerable en el número de migrantes provenientes de esta Isla. De paso, se libra dentro del territorio nacional de los más inconformes y rebeldes, que podrían protagonizar la próxima explosión social al estilo de la ocurrida el pasado 11 de julio.
Pero las salidas masivas son un arma de doble filo. La administración estadounidense puede tomarse el asunto de una forma muy diferente a la que proyecta La Habana, y la escapada de miles de cubanos dejaría también muchos efectos en una sociedad ya envejecida. Si a lo largo de los próximos meses esta isla pierde a parte de los jóvenes, los profesionales y a aquellas personas con la suficiente autoestima para creer que pueden prosperar en un escenario competitivo, no solo se estará retrasando un cambio democrático, sino que también se estará aplazando la recuperación económica y el desarrollo de todo el país.
Juguetear con la alquimia migratoria puede traer también otras amargas sorpresas para el castrismo.
(chp)