La noche en que ardió Troya
24 de agosto de 2004Publicidad
Dejé caer una moneda de 50 cent por la ranura de la rocola y seleccioné la música que creí propicia para sacar a bailar a una Britney Spears que estaba sola, en la mesa de a lado, mirando concentradamente un partido de la Euro 2004 en una pantalla gigante. Ella accedió de inmediato a mi invitación, pues la pieza que escogí era su favorita, como momentos después supe, mientras bailábamos y platicábamos. Nuestros gustos resultaron tan asombrosamente similares que, de habernos conocido por Internet, seguro que nos habríamos vuelto los favoritos mutuos para intercambiar archivos por Kazaa. Yo no lo podía creer, después de tantos viajes sólo había encontrado sexo barato en hoteles caros, pero mi motor era otro, aunque suene cursi: la búsqueda del amor verdadero. Esa mañana había leído mi horóscopo: “Deja de buscar en las páginas amarillas. Una gran emoción te espera a la vuelta de la esquina”. Y ya lo estaba yo creyendo porque justo me encontraba en el bar que estaba a la vuelta de mi casa, bailando con mi Britney Spears. Como a las tres de la mañana salí con ella del tugurio. Me sentía tan identificado y tan enamorado, que al abrirle la puerta de mi departamento, le aseguré: “Querida, ésta será la casa de tu vida”. Ella preguntó por el baño y se escabulló por un momento para ponerse cómoda. La esperé impaciente en la cama y apareció ataviada con túnica, alpargatas y un extraño casco. Pero cuando nos disponíamos a gozar de lo que restaba de la noche descubrí, con terrible desencanto, que en medio de sus piernas había un ¡gran hermano!: mi Britney Spears resultó ser todo un Brad Pitt. Seguro que mis gritos se escucharon hasta el bar de donde habíamos salido... Y esa noche ardió Troya.
Publicidad