Cuando el avión del presidente Ebrahim Raisí aterrizó en La Habana, no le esperaban a las afueras del aeropuerto los grupos de activistas LGBTI reclamando para que se cancele la pena de muerte contra homosexuales en Irán. Tampoco había una muchedumbre de mujeres denunciando la muerte de Mahsa Amini, la joven de 22 años que falleció en septiembre pasado mientras estaba arrestada por no llevar bien colocado el velo islámico. El gobernante solo halló sonrisas y alabanzas al salir del avión.
La estancia, apacible y sin protestas populares de Raisí en Cuba, se selló con un acuerdo entre ambas partes en sectores como las telecomunicaciones y la justicia. La nación que azota a las mujeres si cometen adulterio, y cancela el acceso a internet cuando hay protestas populares, se hermana así con la isla donde un disidente es una no-persona y escribir críticas al Gobierno en las redes sociales es sinónimo de traicionar a la patria. Tal complicidad no sorprende para nada.
En los últimos meses la capital cubana se ha convertido en una pasarela para que transiten todos aquellos que coartan los derechos civiles en el mundo. Han pasado por La Habana desde altos funcionarios del régimen de Nicolás Maduro, hasta enviados por Vladimir Putin y diplomáticos del impresentable Daniel Ortega. Todos los autócratas son bienvenidos. La máxima para desfilar por las alfombras rojas que tiende Miguel Díaz-Canel se reduce a tener un discurso beligerante contra Estados Unidos, la Unión Europea y lo que la propaganda oficial cubana engloba en el término "Occidente".
Para molestar a Washington y a Bruselas, el régimen cubano ha desplegado toda una diplomacia del encono que consiste en aliarse con los mayores depredadores de los derechos humanos en el planeta. Hasta el déspota norcoreano Kim Jong-un forma parte de la lista de camaradas de la Plaza de la Revolución de La Habana. Tantas amistades peligrosas son tomadas con preocupación por una ciudadanía que está harta de las muchas dificultades cotidianas y que no ve en la llegada a la isla de estos altos dirigentes rusos, venezolanos o iraníes la solución a sus problemas.
"La Rusia de Putin no puede ofrecernos más que la Unión Soviética de Brezhnev", sentencia categórico un curtido periodista independiente cuando se le acercan algunos ilusionados con el petróleo, el subsidio y los alimentos que supuestamente enviará Moscú tras los más recientes acuerdos. Teherán tampoco levanta muchas expectativas. "¿Y ahora, el Gobierno iraní va a enseñarnos cómo dar latigazos?", cuestionaba el conductor de un taxi colectivo, desvencijado pero aún brindando servicio por las calles habaneras. Nadie parece tragarse el cuento de que de la mano de Putin, Ortega, Maduro o Raisí llegará una mejoría de la situación.
Sin embargo, la propaganda oficial insiste en mostrar tales alianzas como logros y en pronosticar un futuro en que con tales compañeros de ruta la isla saldrá del subdesarrollo, alcanzará sus metas y podrá ofrecer una vida digna a sus residentes para que no tengan que cruzar la selva del Darién o lanzarse al mar en una precaria balsa. Pero los titulares y la realidad están en este caso absolutamente divorciados. Esa imagen del líder iraní llegando a La Habana envuelto en la tranquilidad, sin protestas que rechacen su presencia ni manifestaciones que cuestionen el autoritarismo en su país, resulta más inquietante que ver un mar de gente repudiando su arribo.
Que no ondeara la bandera arcoíris a su paso, mientras se reclamaba el fin de la pena de muerte para los homosexuales iraníes, o no se viera a ninguna mujer gritar su solidaridad con las féminas obligadas a cubrir su cabello en Teherán es la más contundente de las evidencias de lo que ocurre en Cuba. Un régimen autoritario le ha extendido la alfombra roja a otro, todas la voces disidentes han sido amordazadas antes de que llegara el visitante.
(lgc)