En abril del año 2013, en plena campaña presidencial, el candidato Nicolás Maduro prometió a los venezolanos "perseguir la corrupción esté donde esté”. "Voy a combatir la corrupción con mi vida misma si es necesario. Aquí no hay intocables”, dijo, aceptando así que, luego de 14 años de gobierno de Hugo Chávez, el flagelo de la corrupción era uno de los principales problemas del país.
Para ese momento, según la evaluación anual de Transparencia Internacional, el 83% de los encuestados consideraba que la corrupción en el sector público venezolano era un problema "muy serio”, mientras que el 57% estimaba que en los dos últimos años la corrupción en el país se había "incrementado mucho”. Ese año el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional calificó a Venezuela con 19 puntos dentro de una escala que va de 0 (muy corrupto) a 100 (muy limpio), con lo cual Venezuela y Haití quedaron ubicados como los dos países más corruptos de Latinoamérica.
En agosto de 2013, poco tiempo después de su cuestionada victoria, Maduro anunció a los venezolanos su decisión de declarar al país en estado de emergencia nacional y que, en consecuencia, solicitaría la aprobación de poderes especiales para poder seguir hacia adelante en su guerra "crucial, trascendente, de vida o muerte” contra la corrupción. En consecuencia, la Asamblea Nacional, dominada por el chavismo y presidida por Diosdado Cabello, sancionó sin mayor discusión en noviembre de ese año una Ley Habilitante que durante un año le otorgó a Maduro poderes extraordinarios en el ámbito de la lucha contra la corrupción y el de la defensa de la economía.
De la "Corrupción administrativa extendida” a la "Gran corrupción”
Seis años después, en un sentido contrario a las promesas de Maduro, el Barómetro Global de la Corrupción de 2017, elaborado por Transparencia Internacional, reportó que el 93% de los venezolanos pensaba que la corrupción gubernamental seguía siendo un gran problema, y el 87% opinaba que la corrupción había aumentado en el último año. En 2022, el Índice de Percepción de la Corrupción calificó a Venezuela con 14 puntos en una escala de 0 a 100. Con ese puntaje, Venezuela quedó ubicada, por noveno año consecutivo, como el país percibido como el más corrupto de América Latina y, por quinto año consecutivo, como uno de los cinco países más corruptos del mundo.
El pasado mes de marzo -en medio de una crisis humanitaria compleja y cumpliendo 10 años de haber asumido por vez primera el gobierno- Nicolás Maduro comunicó al país que, desde hacía algunos meses, venía conduciendo personalmente, junto con autoridades policiales, una serie de investigaciones para "desmembrar” a las "mafias de corrupción que se han enquistado en importantes sectores del aparato económico, del aparato judicial y del aparato político”. Hasta el momento, de acuerdo con la información suministrada por Tarek William Saab, fiscal general de la República, hay ya 61 detenidos en una trama de corrupción que incluye no solo a PDVSA, sino que se extiende a otras grandes empresas del Estado, como la Corporación Venezolana de Guayana.
Independientemente de la opacidad de este operativo y de los motivos no explícitos que han llevado al régimen a emprender en estos momentos una nueva cruzada anticorrupción, ella ha servido para hacer aún más evidente que, a lo largo de esta larga década, el flagelo de la corrupción, lejos de ser erradicado, se ha ido expandiendo y potenciando en el país, pasando de ser un problema de "corrupción administrativa extendida” a lo que hoy en día se conoce como "Gran corrupción”, fenómeno definido por Transparencia Internacional como un sistemático "abuso de poder de alto nivel que beneficia a pocos al costo de muchos y causa un daño extendido y serio a individuos y a la sociedad en su conjunto, permaneciendo usualmente impune”.
Los altísimos grados de corrupción que, desde hace varios años, se evidencian en el país, además de impactar gravemente los derechos fundamentales de los venezolanos y de producir enormes daños en sus menguadas condiciones de vida, han venido provocando efectos muy perjudiciales sobre los niveles de confianza de la población venezolana. Aunque este aspecto no siempre es resaltado, reviste muchísima importancia para el futuro de Venezuela.
Desconfianza, un problema crónico en América Latina
Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el problema más urgente y menos debatido al cual se enfrenta actualmente América Latina es la falta de confianza institucional y personal. Esta crisis de confianza es un problema crónico que está limitando gravemente el desarrollo socioeconómico de la región. En su informe insignia del 2022, "Confianza: la clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe”, el BID sostiene que problemas públicos complejos como la desigualdad, el cambio climático, la pobreza o el desarrollo, no podrán ser resueltos por los países de la región de forma óptima en contextos de baja confianza y de civismo débil.
Diversas son las razones que expone el BID en su informe para respaldar esta aseveración. La confianza es el cemento de la cohesión social y el civismo. En aquellas sociedades donde la confianza es baja, los ciudadanos se muestran menos dispuestos a trabajar en pro de metas comunes y a realizar sacrificios asociados a proyectos públicos. La confianza también favorece la actividad económica y representa un impulso para el crecimiento. La falta de confianza de los ciudadanos estimula la regulación excesiva y la informalidad, así como también obstaculiza el libre movimiento de los trabajadores, el capital y las ideas hacia empresas más productivas. Finalmente, la confianza social e institucional mejora cualitativamente la eficacia del Estado y el ejercicio de la gobernanza. Cuando no existe confianza, se reduce la cooperación y el intercambio de información entre los empleados públicos, y entre éstos y la ciudadanía, lo cual conspira contra la implementación exitosa de las políticas públicas.
Aunque son múltiples los factores que pueden influir sobre los niveles de confianza en una sociedad, los investigadores encuentran cada vez más evidencias de que existe una fuerte interrelación o mutua causalidad entre la confianza y la corrupción. Así lo sostiene Jong-sung You en su artículo "Trust and Corruption”: "La sólida evidencia del efecto causal de la corrupción en la confianza social y la considerable evidencia del efecto causal de la confianza social en la corrupción sugieren la existencia de círculos viciosos de baja confianza y alta corrupción”.
La corrupción endémica erosiona la confianza institucional y social
Según You, "la corrupción es una forma de comportamiento indigno de confianza. Cuando un funcionario público incurre en corrupción, abusa del poder que se le ha confiado o traiciona la confianza del público en su integridad o imparcialidad”. Cuanto mayor es la percepción de corrupción entre los ciudadanos, menor es la posibilidad de que éstos tengan confianza en las instituciones.
En Venezuela se puede constatar que, en la medida en que han ido en aumento la percepción respecto de los altos niveles de corrupción en el país y el convencimiento de que no se ha hace lo necesario para combatirla, se han incrementado los niveles de desconfianza de la población en las instituciones del Estado.
Según el referido Índice de Percepción de la Corrupción, durante la década 2013 a 2022 creció el número de venezolanos que opinan que "poco o nada” se hace para reducir la corrupción en las instituciones del Estado. Este porcentaje pasó de 57,6% en el año 2013, a 82,1% en el año 2020, de acuerdo con los datos de Latinobarómetro.
Estos datos de Latinobarómetro, además, muestran que durante este periodo también creció el porcentaje de venezolanos que confían "poco o nada” en las instituciones del Estado. La desconfianza de los venezolanos en el Gobierno subió de 52,7% (2013) a 80,6% (2020). En cuanto a instituciones específicas del Estado, el indicador respecto al presidente escaló de 50,1% (2013) a 75,8% (2020); con respecto a las Fuerzas Armadas de 45,1% (2013) subió a 75,1% (2020); con respecto al Poder Electoral (CNE) de 49,5% (2010) aumentó a 78,2% (2020); en lo que respecta a la Policía, de 60,6% (2013) creció a 86,4% (2020); y respecto de la Asamblea Nacional aumentó de 58,1% (2013) a 80,3% (2020).
El aumento de la corrupción gubernamental y la consecuente pérdida de confianza institucional han traído también aparejada una caída pronunciada de la confianza entre los venezolanos. Cuando se pierde la confianza en una autoridad se tiende a perder la confianza en las demás personas, tal como resaltan González S. y Güemes C. en su artículo Confianza y Gobernanza: "Si los sujetos desconfían de las personas que ejercen las funciones públicas considerándolas inmorales, injustas o poco confiables, pensarán que las otras personas también serán así, inmorales y poco confiables: ¿si quienes tienen que aplicar la ley no obedecen las reglas, por qué alguien lo haría?".
Por otra parte, en las sociedades donde la corrupción se encuentra muy extendida, el precio que se paga por las conductas oportunistas es muy bajo (impunidad) y, por lo tanto, existe más probabilidades de que los ciudadanos estimen que sus pares actuarán de manera oportunista, es decir, priorizando su interés personal y dejando de lado principios éticos básicos.
Las consideraciones anteriores ayudan a explicar el continuo declive de la desconfianza interpersonal que se viene dando en Venezuela. De acuerdo con las mediciones de Latinobarómetro, cuando Maduro asumió la presidencia en 2013, el 77,9 % de los encuestados manifestaban que no se podía confiar en la mayoría de las personas. En el año 2020, el valor de la desconfianza interpersonal alcanzó en el país un 94,8%, es decir, 9 de cada 10 venezolanos creen que no se puede confiar en los demás.
Bajos niveles de confianza fomentan la corrupción
Cuando los ciudadanos no tienen confianza entre sí, existen menos probabilidades de que trabajen juntos para obligar al gobierno a rendir cuentas y expulsar a los funcionarios no confiables. Por el contrario, más bien se favorecen soluciones instrumentales e individualistas de los problemas, como lo resalta Morris S. y Klesner J. en su artículo "Corrupción y confianza”. La desconfianza interpersonal termina por favorecer una actitud tolerante hacia la corrupción, alimentando la participación individual en ella bajo la justificación de que "todos lo hacen” y de que "no queda otra alternativa que pagar el soborno”, de manera que "los ciudadanos se convierten en clientes y sobornadores que buscan protección privada para acceder a los tomadores de decisiones”.
En este contexto de normalización de la corrupción, es ilustrativo destacar el hecho de que, en el 2020, Latinobarómetro reporto que un 48,8% de los encuestados en Venezuela opinó que no era posible erradicar la corrupción de la política, y un 45,9% manifestó estar de acuerdo con que se podía pagar el precio de cierto grado de corrupción, siempre que se solucionen los problemas del país.
Junto a las violaciones de derechos humanos y al inmenso daño patrimonial que la "Gran Corrupción” enquistada en el Estado le ha producido a la sociedad venezolana a lo largo de estas décadas, se añade a esta lamentable tragedia lo arduo que será restaurar la confianza que se ha roto entre los venezolanos. Inmersa Venezuela en este círculo vicioso de alta corrupción y baja confianza, uno de los retos más complejos para la reconstrucción del país será erradicar las percepciones de corrupción y restituir la confianza en las instituciones públicas.
(cp)