Estados Unidos en llamas
4 de junio de 2020Como nunca antes, ni siquiera tras los devastadores ataques a Pearl Harbor, en Hawái (1941), o a las Torres Gemelas, en Nueva York (2001), el país que durante más de medio siglo ha sido considerado la primera potencia del mundo, se ha mostrado vulnerable y frágil. Estupefacto, perplejo e ineficaz como un boxeador invicto noqueado en el primer round. Estados Unidos está en llamas. Arde el polvorín donde se entremezcla el material explosivo de los estragos sociales y económicos del coronavirus, y la discriminación racial. Todo forma parte del mismo amasijo.
Para quienes miran a la distancia este es un anuncio preventivo. Una señal de alerta que no se puede ignorar. Tan grave como aquella en Wuhan, China, cuando en diciembre pasado aparecieron los primeros indicadores de la existencia del COVID-19 que luego se convirtió en pandemia mundial. El fuego que arde en la Unión Americana también puede propagarse.
El discurso simplista sería decir que la desgracia de esa nación es que Donald Trump es el hombre menos indicado para guiar los destinos de un país en crisis. Incapaz, prepotente, racista, intolerante e inoportuno son algunas características que forman parte del hombre que ha encabezado el país en el peor desastre sanitario de su historia moderna. Pero hay otros ingredientes, hay otros factores con más sinergia que el factor Trump.
Sería también reduccionista decir que la rabia multitudinaria mostrada en las calles de las principales ciudades desde hace seis días es solo el enojo social por décadas de violaciones de los derechos humanos de la comunidad afroamericana ahora encarnada en el homicidio de George Floyd. Ahí también hay más, un todo.
Sin duda es indignante el caso del hombre de color que fue detenido y asesinado por policías de Minneapolis por presuntamente haber usado un billete falso de 20 dólares en un establecimiento de comida mexicana. La agresión ocurrió ante transeúntes que comenzaron a registrar con su teléfono móvil el momento en que Floyd era sometido en el pavimento. Sus últimas palabras grabadas en el video fueron: "No puedo respirar", mientras era sofocado por la rodilla de un policía sobre su cuello, tan despiadada y asfixiante como las sogas en Mississippi en los linchamientos racistas del siglo pasado.
Lo que provoca el incendio social es una circunstancia sumada a la otra, con un mismo origen: la injusticia, la desigualdad asfixiante, insoportable de este modelo económico que impone la existencia de ciudadanos de primera y segunda categoría, porque ese modelo es el que permite que las fortunas económicas estén concentradas en unos puños, y la pobreza dispersa en la masa.
Aún no pasa la crisis del coronavirus cuando Trump debe correr a refugiarse al búnker presidencial, como lo hizo el 29 de mayo ante las protestas sociales en las inmediaciones de la Casa Blanca. El último presidente que estuvo en ese bunker fue George Bush cuando fueron atacadas simultáneamente las Torres Gemelas y el Pentágono.
¿Qué peligro es así de inexorable? Hasta el 2 de junio, son 106.000 las personas muertas a causa del coronavirus, mientras 1,8 millones de habitantes de ese país se han contagiado a lo largo de la pandemia. Poco se ha hablado de esto, pero en muchas ciudades la población con más muertos a causa de la pandemia ha sido la afroamericana. Según diversos reportes de agencias de noticias, en abril, el 70 por ciento de las personas fallecidas era de esa etnia.
La alcaldesa de Chicago, Lori Lightfoot, afirmó que el 72 por ciento de las personas muertas en ese estado eran de color, mientras que apenas representaban la tercera parte de la población. Los mismo sucedió en Washington DC y Louisiana. La cifra de los hispanos muertos por el virus aún se mantiene invisible, pero es, sin duda, otra importante proporción de la cifra total. De acuerdo a la propia DW, en Nueva York, el 34 por ciento de las víctimas del virus eran de la población latina.
En México, por ejemplo, está sucediendo la misma cosa. El coronavirus hace más visible la desigualdad. El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) acaba de hacer público que, en los lugares donde hay mayor pobreza en México, el virus es más letal. En el poblado de Santa María Pápalo, en Oaxaca, uno de los estados más pobres de México, del cien por ciento de personas contagiadas el 66 por ciento ha muerto.
Esta situación no se debe a los hábitos de estos grupos, sino a su falta de acceso a una buena alimentación, educación y a los sistemas de salud de manera permanente. Viven hacinados por lo que mantener la 'sana distancia' es imposible. No pueden dejar de ir a trabajar porque de ello depende su supervivencia cotidiana y la de sus familias. Es su fragilidad social y económica lo que los ha hecho más vulnerables ante el COVID-19, no su ADN.
Más de 38 millones de personas en EE. UU. han perdido su empleo, pero tienen acceso al seguro de desempleo. Los grupos llamados "minoritarios", como los afroamericanos, latinos y asiáticos, también perdieron sus empleos, en la mayor parte de los casos informales. Ellos no tuvieron acceso a los seguros, y, si eran propietarios de pequeños negocios, el gobierno tampoco les dio apoyos económicos. Por ejemplo, irónicamente en California, gran parte de los apoyos dados por el gobierno a las pequeñas empresas llegaron a los propietarios de las grandes franquicias nacionales dejando morir a los pequeños negocios familiares.
Son estos solo algunos ejemplos. El coronavirus dejó en el mundo todo al desnudo en forma brutal e ineludible. Como el esqueleto sin piel ni carne. Esta situación de desequilibrio, de disparidad en el acceso al bienestar social es propiciado por el modelo económico y social norteamericano, que es el mismo que rige en la mayor parte del planeta. Su propia existencia depende de ese desequilibrio. Las personas no reciben realmente la proporción de bienestar correspondiente a su esfuerzo intelectual y físico porque de ese modo pueden seguir siendo explotadas por las que acumulan más.
Mientras Trump amenaza con sacar al Ejército para reprimir las protestas, 25 de las ciudades más importantes están bajo toque de queda: Washington, Nueva York, Atlanta, Los Ángeles, Orlando, Minniapolis, Seattle, Filadelfia, San Francisco, son solo algunas. En casi todos los casos, los ciudadanos tienen prohibido salir de sus casas desde las ocho de la noche hasta las cinco de la mañana, con algunas excepciones como Washington DC, donde la restricción será de las siete de la tarde hasta las seis de la mañana. Aun así, las personas no obedecen el veto y desafían a las autoridades continuando las protestas.
"No puedo respirar" rezan las pancartas que portan miles de manifestantes en diversos puntos de la Unión Americana. Pero lo que fue la cita textual de Floyd antes de morir es en realidad una metáfora colectiva: grupos sociales marginados, ahorcados por la desigualdad que ya no pueden respirar. Y no sólo en Estados Unidos.
Pienso que hemos llegado al final de una era. El modelo ha terminado, no resiste más. Quienes interpretan la furia en las calles de EE. UU. solo como un asunto racial, pienso que hacen un diagnóstico equivocado. Los saqueos, los destrozos, no son solo contra los negocios o los barrios donde están los 'blancos'. Son por doquier, sin distingo. La turba ha saqueado y destrozado incluso negocios de las propias minorías negras, latinas y asiáticas. Son los marginados contra los marginados y contra todo lo demás. Por ejemplo, hoy, muchos pequeños y medianos negocios en Oakland, California, que comenzaban a reabrir luego del lockdown, están de nuevo cerrados y tapiados de piso a techo para evitar a los manifestantes. "Fue como estar en la guerra", me contó un testigo de las protestas en ese lugar.
En el mundo crece esta asfixia colectiva. No es solo la rodilla del policía sobre el cuello de Floyd, es la zancadilla de la inequidad global, constante, cruel, que se ensaña contra quienes durante los seis primeros meses de la pandemia del COVID-19 han perdido lo poco que les quedaba: al ser amado, salud, casa, empleo, escuela para los hijos, e incluso el lejanísimo sueño de una vida mejor. Son millones y ya no hay nada más que perder.
Quienes miran el incendio en Estados Unidos deberían ver el polvorín que tienen en el patio trasero de su casa, está ahí, y sólo necesita una grande o pequeña injusticia que se haga viral para que estalle. Si no cambian nuestros gobiernos, al menos en lo individual cada uno de nosotros debería aportar un grano de arena para que se establezca un equilibrio. Construir un nuevo pacto social, un nuevo "nosotros".
(vt)
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