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El sótano de torturas

Steffen Leidel - CP (15.01.2004)

El “Club Atlético” era uno de los 360 centros clandestinos de detenciones de la dictadura militar. Este es el testimonio de una de las sobrevivientes, que fue torturada allí a los 17 años, estando embarazada.

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Excavaciones en lo que fue el centro clandestino de detenciones "Club Atlético".Imagen: Steffen Leidel

Una pelota de ping-pong atestigua sobre la "banalidad del mal". Esta pelota fue hallada durante las excavaciones en el terreno de lo que había sido el "Club Atlético". Los sobrevivientes del centro de torturas recuerdan demasiado bien la mesa de ping-pong ubicada en una de las salas del centro de detenciones, ya que los torturadores se dividían el trabajo, y mientras unos aplicaban a los detenidos los tormentos más siniestros, los otros jugaban ping-pong.

Desde abril de 2002, arqueólogos de la Universidad de Buenos Aires se dedican a rescatar de los escombros los restos del edificio en cuyos sótanos fueron torturados y vejados más de 1.500 seres humanos por las Fuerzas Armadas entre 1976 y 1977. En esa esquina de la Avda. Paseo Colón, una de las más transitadas de la ciudad de Buenos Aires, y la calle Cochabamba, se erigía en 1979 un edificio de fachada elegante, que servía de depósito de uniformes policiales. Luego fue derrumbado para permitir la construcción de la autopista A1. Con su demolición se borraron también las huellas del terror. En el lugar en que los secuestrados eran registrados por sus represores se levanta hoy una monumental columna de cemento. Pocos metros más adelante, los arqueólogos remueven un gigantesco terraplén compuesto por toneladas de asfalto.

El cemento esconde las pruebas

"Por eso las excavaciones resultan tan difíciles", dice Ana María Careaga, que estuvo encerrada cuatro meses en el "Club Atlético". Ella, junto a otros sobrevivientes y miembros de organizaciones de derechos humanos, trabaja para que las excavaciones se completen y así poder convertir el terreno en un monumento recordatorio para futuras generaciones. El terrorismo de estado tiene que poder verse y tocarse. Aquellos que se dedican a buscar los 360 centros clandestinos de detención en todo el territorio argentino, encuentran casi siempre puertas cerradas, ya que dichos centros no funcionaban sólo en comisarías, sino también en viviendas privadas o estacionamientos, en los que las Fuerzas Armadas torturaban y asesinaban a sus víctimas. A estos lugares no ser permite el acceso de la opinión pública hasta el día de hoy. Incluso el mayor centro de torturas, y símbolo de la represión y el terror, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), todavía sigue siendo utilizado por personal militar. Los planes de convertirla en un museo pasaron al olvido.

Ana María fue secuestrada y trasladada al Club Atlético a los 16 años. Estaba en su tercer mes de embarazo. En el informe final "Nunca Más" de la Comisión Nacional de Investigación sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) se define a la entrada en este centro de detención como "Dejar de existir". "Te borraban el nombre y te daban un código. Yo era K-04", cuenta Ana María. "Me hicieron desvestir e inmediatamente comenzaron a torturarme". A los detenidos-desaparecidos se les vendaba los ojos con trozos de tela sucia, ajustando la venda hasta provocar lesiones graves en la vista. Esta ceguera temporal, junto con la prohibición del uso del nombre causaban despersonalización y pérdida de noción espacio-temporal y, lo que provocaba una sensación tremenda de soledad, miedo y angustia en las víctimas. Era como desaparecer del mundo en un lugar sin nombre, y estar rodeado de gritos de dolor, y de manos siniestras cuyo mayor placer consistía en torturar, humillar, vejar y matar. Esto sin mencionar las condiciones infrahumanas en que eran mantenidas las celdas, y que los secuestrados tenían que soportar, sin poder comer regularmente, ni higienizarse. A los prisioneros heridos no se les brindaba atención médica, y si su situación se agudizaba los abandonaban hasta su muerte, como en el caso de Elizabeth Käsemann, según el relato de testigos presenciales.

Hitler a todo volumen

Ana María cuenta que, después de tener que desnudarse, la obligaban a acostase sobe una mesa de metal, atada de pies y manos. Luego era sometida a la picana eléctrica. Sufrió quemaduras graves, de las que lleva cicatrices. "Otro de los métodos de tortura era la sumergirte la cabeza en el agua, o colocarte una bolsa de plástico en la cabeza hasta que casi te ahogabas", relata Ana María. Cuatro largos meses pasó Ana María en el calabozo, en el que las paredes rezumaban agua continuamente, sin luz ni ventilación, y con los ojos vendados.

"La tortura era permanente", cuenta. Los torturadores eran seguidores de la ideología Nazi y pasaban cassettes con discursos de Hitler y Goebbels a todo volumen. "Mientras te torturaban, escuchabas como trasfondo los discursos de Hitler, los gritos de dolor de los torturados, y a los guardias jugando ping-pong". La desesperación de muchos detenidos era tan grande, que escribían mensajes en las paredes arañándolas. "Dios, ayudame", figura grabado de ese modo un trozo de muro encontrado en las excavaciones.

Hoy se sabe que hubo aproximadamente 40 sobrevivientes. Ana María no entiende cómo pudo sobrellevar ese infierno. "Tuve suerte porque no estaba sola. Mi hija me acompañaba en el vientre", dice. "Cuando fue puesta en libertad pensó que su bebé estaba muerto, ya que había perdido mucho peso. Pero afortunadamente se equivocó. Tres meses después dio a luz a su hija. Pero ella no conocería nunca a su abuela, quien fue secuestrada tres días antes de su nacimiento.