El estado del Estado de derecho
23 de septiembre de 2016Cuando la prensa reporta sobre el secuestro de los poderes públicos por parte de los partidos de Gobierno en Venezuela y Nicaragua, sobre la dimensión de los delitos de corrupción cometidos por políticos prominentes en Brasil y Honduras, sobre la incapacidad del Ejecutivo para poner coto a la violencia ejercida por el crimen organizado en México y El Salvador, y sobre los déficits de la democracia en Guatemala y sus naciones vecinas, queda la impresión de que el Estado de derecho está herido de gravedad en América Latina y el Caribe.
¿Qué está pasando con el “imperio de la ley” en esta zona del mundo y por qué parece que las instancias a cargo de defender la institucionalidad democrática en el continente americano –desde la OEA hasta la ONU– no están a la altura de esa tarea?
Responsabilidad intransferible
Consultados al respecto por DW, Fernando Mires, profesor emérito de la Universidad de Oldenburg, y Héctor Briceño, jefe del área sociopolítica del Centro de Estudios del Desarrollo (CENDES), de la Universidad Central de Venezuela, coinciden al recordar que esta situación no es nueva y que la responsabilidad de superarla recae casi exclusivamente sobre los habitantes de cada país. “Salvo algunas excepciones –como Chile y Uruguay–, ningún país de la región tuvo democracias durante el siglo XIX”, señala Mires, especialista en Teoría Política.
“El siglo XX vio una rotación de gobiernos dictatoriales, democráticos y populistas cuya víctima siempre fue el Estado de derecho. La única primavera que conocimos fue breve; empezó a fines del siglo XX y terminó con la aparición de gobiernos que permiten celebrar elecciones –opacas en algunos casos y limpias en otros–, pero que son marcadamente personalistas y verticales, y tienen a Cuba como epicentro ideológico: la autocracia chavista (Venezuela), la de Morales (Bolivia), la de Ortega (Nicaragua), y la de Correa (Ecuador), por ejemplo”, comenta Mires.
Y esa no es una contradicción: un Gobierno elegido en comicios transparentes y popular en las encuestas puede erosionar los pilares del Estado desde el poder. “Eso lo sabemos desde que Adolf Hitler ganó las elecciones en Alemania”, acota Mires. Briceño lo secunda parcialmente. No obstante, su balance del desarrollo latinoamericano es positivo. “En términos normativos, la región ha hecho grandes avances en las últimas dos décadas. Nuestro problema es más cultural que de infraestructura jurídica”, dice el experto de Caracas.
Educación para la democracia
“Ciertamente, las deficiencias no están en el área del Derecho; en los países latinoamericanos, las Constituciones han sido enmendadas muchas veces. Lo que hace falta es que los principales actores políticos de estas naciones interioricen una conducta democrática”, sostiene Mires. ¿No es necesario también elevar el grado de instrucción formal de la población? “Sí, pero repito: miremos el caso alemán. La de Alemania era una de las poblaciones más cultas del mundo cuando llevó a Hitler al poder”, subraya el catedrático.
“La ilustración es valiosa, pero no entendida como educación enciclopédica, sino como formación para la democracia. Y la cultura política no sólo debe ser adquirida en los centros de enseñanza, sino también participando activamente en la vida pública a través de los canales que existen para ello”, apunta Mires. En ese sentido, Briceño enfatiza que, aparte de fomentar la transparencia en las instituciones del Estado, ayudaría mucho invertir en la preparación para la democracia de los ciudadanos y de los futuros gobernantes.
“Por un lado es recomendable abrir las sesiones de los organismos estatales, arrojar luz sobre las agendas de sus reuniones, facilitar el contacto con los funcionarios, garantizar que éstos rindan cuentas por sus decisiones y hagan públicos sus patrimonios personales periódicamente. Por otra parte, sería muy auspicioso que, como requisito para ascender dentro de sus formaciones políticas y en la jerarquía estatal, a los miembros de los partidos se les exigiera visitar talleres certificados para estudiar las implicaciones éticas, cívicas y gerenciales del ejercicio democrático”, opina Briceño.
Evan Romero-Castillo