China y Occidente: de la amenaza a la oportunidad
30 de septiembre de 2009Cuando Mao Zedong proclamó la República Popular China en la Plaza de Tiananmen en 1949, Occidente reaccionó con estupor. Eso significaba que 600 millones de personas pasaban al bando contrario en plena Guerra Fría. El término “amenaza amarilla”, acuñado a principios del siglo XX, que había dado la vuelta al mundo occidental, se transformó en “amenaza roja”.
Una década después Occidente registró con atención cómo el bloque socialista integrado por la Unión Soviética y China se partió en dos. A principios de los años 60 se produjo una ruptura entre Moscú y Pekín. China se convirtió de pronto en parte de un plan estratégico de cara a Moscú. El mismo canciller Konrad Adenauer especulaba a principios de los 60 que “podría ser que en un tiempo no muy remoto Rusia tendría que adoptar una decisión: o entenderse con la China comunista o con Europa y Estados Unidos”.
No sólo para la política oficial, también para muchos simpatizantes de la izquierda China se volvió interesante tras su rompimiento con la Unión Soviética. La juventud europea, sobre todo en el movimiento estudiantil del 68 se extendió la fascinación por China y el maoísmo. En China, mientras tanto, miles de jóvenes convertidos en guardias rojos aterrorizaban el país. En toda Europa los estudiantes protagonizaban revueltas y muchos veían en la revolución cultural china un ejemplo a seguir. El sociólogo Herbert Marcuse, uno de los ideólogos del movimiento estudiantil, hablaba de un comunismo anarquista que no tenía que ver con la economía planificada. Este comunismo del tercer mundo sería, según el pensador, más peligroso para el capitalismo que la noción soviética de marxismo.
Ochocientos millones de personas
La biblia de Mao acompañaba entonces a muchos estudiantes. Andy Warhol convirtió al líder revolucionario chino en un ícono pop. Sin embargo, lo que realmente sucedía en China, apenas si lograba traspasar a la propaganda oficial. El país estaba cerrado para los visitantes occidentales pero eso empezó a cambiar en los años 70. En 1972 Alemania reconoció diplomáticamente a la República Popular China y tres años más tarde el canciller Helmut Schmidt fue el primer jefe de gobierno en visitar Pekín. Rodeado de numerosas imágenes tomadas durante su recibimiento con honores militares, Schmidt relató su encuentro con Mao Zedong, entonces ya sumamente enfermo. “China es un país fascinante con más de 800 millones de habitantes, que tiene mucho por desarrollarse desde el punto de vista industrial”, afirmó el canciller en televisión.
Sin embargo en ese momento comenzaron a decaer los ánimos. ¿Que pasaría si 800 millones de personas en vez de destruir el imperialismo, quieren comprar aparatos de televisión? En los años 80 y gracias a la política de apertura de Deng Xiaoping, China se desarrolló a una velocidad vertiginosa. Muchas empresas alemanas y europeas comenzaron a establecer contactos con el imperio asiático. En 1985 Volkswagen fue el primer consorcio automotriz en abrir una planta en Shangai. Las primeras señales de una liberalización convirtieron a China en portador de esperanzas y provocaba fascinación en las élites empresariales. Según el sinólogo Tilman Spengler, “eran tiempos en los que mucha gente en Occidente veía con buenos ojos que en China se usara la bicicleta en vez del automóvil. Que lo hicieran no por gusto sino por necesidad, eso era cosa aparte, en general se tenía la esperanza de que un país que apenas comenzaba a desarrollarse no tenía que cometer los mismos errores que ya se habían hecho en otros países anteriormente”, recuerda.
Decepción y desconcierto
Y cuando finalmente en la Plaza de la Paz Celestial los estudiantes protestaron el mundo entero volteó hacia Pekín. La euforia no había durado mucho. Pekín sofocó las protestas con tanques, lo que provocó conmoción internacional. Muchos países occidentales, incluída Alemania, congelaron sus relaciones con la República Popular. Quien tuviera algo que ver con China, se sintió desconcertado. “Ya no hay que ir ahí, eso decían muchos”, recuerda Spengler. Los sinólogos como él se ocuparon de temas históricos. “Por lo menos así no se veía uno obligado a darle la mano a alguien indeseable”, relata.
Pero la ola de consternación no duró mucho. El desarrollo económico chino había encontrado su propia fuerza de atracción. En 1995 el entonces canciller Helmut Kohl viajó a China con una nutrida delegación de empresarios y volvió a Alemania con contratos millonarios. “Estoy convencido de que las reformas económicas conducirán a una mayor libertad política y a una mayor defensa de los Derechos Humanos”, dijo Kohl a su regreso.
También su sucesor, Gerhard Schröder, mantuvo esta postura. Con la llegada de Angela Merkel los Derechos Humanos volvieron a integrar un componente importante en la política alemana hacia China, sin que por ello hayan perdido importancia los intereses económicos. Veinte años tras la masacre de Tiananmen, Alemania sigue oscilando entre la consternación moral por las continuas violaciones a los Derechos Humanos por un lado y la fascinación ante el desarrollo económico de ese pueblo de millones de habitantes, por el otro.
Autor: Mathias Boelinger/ Eva Usi
Editor: José Ospina Valencia